lunes, 11 de julio de 2022

BAJO EL SIGNO DE CÁNCER (III)

 

HISTORIAS UN POCO DESORDENADAS                         

                                                     

Times New Roman 12, doble espacio. Una copa de agua mineral, la calefacción al máximo y una manta sobre las rodillas.

Soy más vieja que mi abuelo. Tengo veinte años más de los que tenía mi abuelo Giulio cuando murió de un infarto en Buenos Aires. No lo conocí, ya que nací un cuarto de siglo después de su muerte. En la familia decían que yo me parecía a su madre, a un retrato que él guardaba de su madre.

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A eso de las cinco, día por medio, Fran y yo nos encontramos junto a la fuente del obelisco y salimos a caminar por el parque. El corazón de Fran no funciona muy bien y yo estoy recuperándome de la última cirugía - me extirparon medio riñón para evitar que el nuevo tumor se expandiera- de modo que cada dos o tres cuadras nos sentamos a descansar. Nuestros cortos paseos duran toda la tarde.

Al caminar, ambos nos concentramos en no tropezar con los desniveles del suelo. Un suelo de grava erosionado por la lluvia y las raíces de los árboles.

-La senectud no deja de tener inconvenientes -decreta Fran de buen humor- pero es el precio que tenemos que pagar para seguir viviendo.

Es uno de esos días húmedos que todos los años anuncian el temporal de Santa Rosa.

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            Mi abuelo era italiano y mi abuela andaluza. El mayor de sus tres hijos, mi padre, nació en el Uruguay, el segundo en la Argentina y el menor en Paraguay. Entre los años veinte y treinta del siglo pasado vivieron un tiempo en la ciudad de Asunción, donde querían radicarse, pero al estallar la guerra del Chaco decidieron volver a Buenos Aires. Con mucho dolor dejaron atrás una gran casa con un fondo poblado de fantasmas -“poras” que ya estaban ahí cuando ellos llegaron- y a una niñera guaraní de trenzas muy largas que se llamaba Teresa.

Mi padre conservó siempre las palabras que ella le enseñó.

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Segundo jueves de cada mes, berenjenas a la parmesana. Durante la cena conversamos sobre los caprichos de la calefacción, que funciona cuando quiere, y sobre los defectos y virtudes del nuevo portero de la noche. El anterior, que durante el día estudiaba en la Facultad de Derecho, regresó a Paysandú a ejercer como escribano.

Martín me escucha atentamente mientras piensa en otra cosa. Mañana tiene que madrugar para llegar lo más temprano posible a la plantación de árboles frutales que está llevando adelante con un grupo de amigos, a resolver pequeños problemas de orden práctico causados por el exceso de lluvia de estos días.

Como fue él quien preparó la cena, me ofrezco a lavar los platos.

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Tía Rosita nació con una pequeña protuberancia en la espalda, una deformidad que se fue acentuando con los años. Perduró en la casa de sus padres como una criada, nunca reconocieron que era parte de la familia. Sus hermanas, elegantes y hermosas, aspiraban a realizar grandes casamientos.

Rosita vivió hasta los ochenta y siete años. La recuerdo como una viejita muy fea, siempre de buen humor y con la chispa de la inteligencia en su mirada.                    

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Primer martes de octubre. Empecé el día destornillando un tornillito de apariencia muy inofensiva y cuando quise acordarme estaba empantanada en un desagüe crónico. Sifones que se tapan, válvulas que dejan de funcionar. Ese mundo misterioso que se ramifica detrás del porcelanato de las paredes y el piso del baño. Cañerías que se van tapando de a poquito y lo único que hay que hacer es llamar al sanitario -plomero le decíamos antes- y él se encarga de todo. Pero el tornillito ése parecía tan inofensivo…

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Casar a sus siete hijas fue la prioridad absoluta de mi abuelo materno durante sus últimos años. Pretendientes no faltaban, por suerte. Sólo había que recibirlos en la casa de la calle Félix Olmedo, atenderlos en la forma apropiada, seleccionar a los más convenientes empleando una amable discreción y después distribuirlos en el orden adecuado entre las jóvenes casaderas.

            Ellas podían opinar, por supuesto. Y sus opiniones eran escuchadas con mucho cariño.

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Mármol, bronce y granito. Treinta mil metros cuadrados de galerías, escalinatas, columnas de capiteles romanos, arcos de medio punto, terrazas, pasillos, esculturas neoclásicas, jardines, balaustradas y claraboyas. El Hospital Italiano.

Seguimos adelante, hacia el norte -los puntos cardinales son un aporte de Fran- y al sentir las campanadas de las seis doblamos hacia el este. Después de caminar unas cuadras nos sentamos a descansar en un banco a la sombra de un castaño.

Cuando Fran comienza a aburrirse, retoma alguno de nuestros temas habituales. Diálogos que llevan varios años, conversaciones en las que ambos repetimos una y otra vez las mismas frases, sin darles demasiada importancia. Y así seguimos un rato, yo burlándome un poco de sus convicciones y él de mi confortable escepticismo.

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Me contaron que aún se escuchan sus voces, en el patio de atrás. Sólo algunos días, al amanecer, cuando la escarcha comienza a evaporarse y el campo queda sumido en una neblina incierta. Se oyen ladridos y relinchos entre las risas y gritos de los más jóvenes.

Los Martínez y los Barrios iban a la guerra con sus hijos varones y los trabajadores de la estancia. Bien montados y con ponchos muy gruesos, que además de protegerlos del frío podían desviar o amortiguar el corte de una cuchilla o de una lanza.

No es fácil ensamblar las historias que escuché en la casa de mi abuela con la historia oficial de levantamientos armados en la campaña. Los tiempos no siempre coinciden y la cartografía tampoco es muy confiable. Parece que donde nosotros vemos un arroyo, los mapas indican que hay una cañada, o al revés.

Cuando los hombres se iban, en las casas sólo quedaban las mujeres y los niños. En esas ocasiones y temiendo un asalto nocturno, mi bisabuela se sentaba en una mecedora junto a la puerta de entrada y pasaba las noches en vela. Fumaba cigarros de chala para mantenerse despierta y tenía un arma al alcance de la mano, un trabuco que podía disparar un solo tiro y no con mucha precisión. En otra habitación dormían sus hijos, demasiado pequeños aún para acompañar a su padre.

Las heridas de sable que Fabián Martínez sufrió en esas batallas nunca sanaron del todo. Aun así, me consta que él, a diferencia de muchos otros, pudo envejecer y morir en su casa. Me inclino a recordarlo como un hombre de paz, que sólo tomaba las armas cuando no veía alternativa. Fue el último caudillo de la familia y mi abuela Juanita su única hija mujer.

Manuela Barrios -la abuela Mañoñó- vivió hasta los noventa y cuatro años y conservó siempre la costumbre de fumar.

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            …alteraciones estructurales óseas en vértebras lumbares… áreas de hipodensidad… signos compatibles con secundarismo óseo vertebral y pelviano… (2007) …múltiples lesiones blásticas en vértebras torácicas y lumbares… (2008) … múltiples lesiones sustitutivas óseas en el raquis dorsal y lumbosacro… (2010) … Comparado con estudios anteriores parece presentar menor actividad a nivel de las lesiones dorsales altas y calota craneana y mayor actividad en dorsales bajas y lumbares… (2010) …persisten lesiones óseas… (2013)

Las metástasis en mis huesos no han avanzado en los últimos años. Aun así, las huellas permanecen y quedan registradas en los análisis. Nunca se van del todo, me explicaron.

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                   Hacia fines del siglo XIX llegaron inmigrantes italianos a instalarse en la zona de los molles. No entendían ni les interesaban los conflictos partidarios de los criollos, me temo que los consideraban un montón de bárbaros matándose entre ellos por unas vinchas de colores. Trataron de mantenerse al margen de los avatares de la época, pero en ocasiones se vieron afectados. Rafael, el mayor de la primera generación nacida en el país, tenía dieciséis años cuando un destacamento armado lo reclutó sin preguntarle su opinión. Fue necesario que su padre, que apenas hablaba español, atravesara una campaña plagada de peligros para llegar al pueblo más cercano, situado a unas cinco leguas de distancia. Allí pudo tramitar una especie de salvoconducto emitido por una especie de juez o alguien que representaba cierta autoridad, apelando a una especie de compromiso que eximía a los inmigrantes italianos de participar en guerras, revoluciones, levantamientos o revueltas. Gracias a aquel papel membretado, lleno de sellos y firmas, que un sargento tal vez analfabeto eligió acatar, Rafael pudo volver a su casa sano y salvo, aunque cuentan que no de muy buena gana. El cariño de sus padres había interrumpido la única aventura que tuvo en su vida. En mi memoria figuran también unas quitanderas y un cocinero, que de alguna manera se integran al conjunto. Con esta anécdota empieza y termina la experiencia bélica de la rama italiana de mi familia materna.

                   Mi abuelo Chico era el menor de los once hermanos de Rafael.

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Martín está preocupado porque la cajera del supermercado lo trató de usted. Aquí está su vuelto, señor, le dijo.

Estamos preparando un copetín -exceso de grasas y de sodio acompañado con cerveza- `para comer mientras miramos el partido por la clasificación al mundial.

Es que era una chica muy joven, comento, para consolarlo.

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-Uno de mis miedos es abrir por error la agenda de otra persona y seguirla al pie de la letra durante años.

Estamos sentados a la sombra de un tipuana, rodeados por cipreses, araucarias de forma acampanada, eucaliptos, pinos, robles, encinas y fresnos. Mi conocimiento de los árboles es muy superficial y se lo debo a Martín, que ha hecho varios cursos de jardinería y paisajismo.

            -Sin darme cuenta de que los proyectos que insumían mi energía no eran los míos.

Fran me escucha en silencio, mientras yo me explayo largamente sobre mis obsesiones, pesadillas y deseos. Cerca de nosotros, un pajarito de apariencia muy angelical está tragándose una lombriz.

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Se escapó de su casa para unirse a una revuelta contra el gobierno. Era muy jovencito. Su madre se vistió de negro hasta el fin de sus días, unos cincuenta años después. Esto me escribe una de mis primas, pero no sabe el nombre del muchacho y ni siquiera está muy segura de que haya pertenecido a la familia. Sólo recuerda haber escuchado esa breve historia alguna vez.

También me comenta que le envió los textos a su hija, que vive actualmente en algún punto del hemisferio norte. Carolina le contestó que le parecen muy interesantes, aunque todavía no ha encontrado tiempo para leerlos. Trabaja en un organismo internacional y está siempre muy ocupada.

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                   Un bichito de San Antonio se pasea por mi mesita de luz. En nuestro modesto ecosistema hay también polillas, libélulas que se refugian en el balcón cuando se avecina un temporal, varios pajaritos que vienen a alimentarse de dichas libélulas, algunas arañitas minúsculas, los ácaros que habitan en el polvo doméstico y nos causan alergia, todo tipo de bacterias, en su mayoría benignas, mosquitos y algún que otro virus. Los productos que compro para combatirlos generalmente nos provocan aún más alergia o incluso ataques de asma.

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La maestra de mi madre se casó con el hermano de mi abuela. Aunque ahora suene un poco entreverado, en aquel contexto resultó algo esperable. Como no había escuelas en varias leguas a la redonda, mis abuelos consiguieron autorización para instalar una en su propiedad, donde aprendieron a leer y a escribir los niños de la casa y de los alrededores. También lograron armar una pequeña biblioteca con libros que les enviaban sus parientes de la capital.

            En aquellos años, las familias rurales tenían poco contacto con el resto del país. Sus hijos nacían casi sin ayuda y los que sobrevivían eran bautizados en el pueblo más cercano durante la primavera siguiente. A la hora de morir, no había médicos ni sacerdotes.

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                   -Es como una ausencia que se va descascarando de a poquito.

                   Fran, con su personalidad levemente ondulada, es el compañero ideal para transitar por mis laberintos interpretativos.

                   -No sé si me explico…

                   Tras una mirada indescifrable, me propone retomar la caminata. Yo me levanto primero - mis rodillas funcionan mejor que las suyas- y lo ayudo a incorporarse. Puedo ver en su rostro señales de que el pulso le tembló un poco al afeitarse esta mañana.

                   Estamos en junio y los senderos del parque están cubiertos por hojas doradas que crujen cuando las pisamos.

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                   Cliccare qui.

                   Istruzione per il riconoscimento della cittadinanza.

                   Su nombre, lo único que recordamos de Natalia Máspero, figura en los documentos necesarios. Sus partidas de nacimiento, matrimonio y defunción integran los expedientes de varias peticiones de ciudadanía.

                   Estratto dell'atto di nascita dell' antenato italiano... non fossero ancora in uso all'epoca... certificato de batesimo... 

                   Es posible que sus bisnietas conservemos algunos de sus rasgos. Un lunar junto al párpado izquierdo, por ejemplo, o cierta propensión al mutismo.

                   ...ottenuto l'appuntamento... sottolineare che... l'eventuale ricerca degli ascendenti...

                    Hablamos un idioma que ella no comprendía.

 

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                   La idea original era escribir una novela. Hace años que lo intento, pero nunca logré construir una narradora confiable. Y mucho menos ordenada o imparcial. Me temo que el afecto que siento por algunos de los personajes haya nublado mi espíritu crítico.

                   Es un domingo de agosto, frío y soleado. Estoy en pantuflas y salto de cama, instalada en el sillón con una bandeja de masitas de chocolate y dulce de leche. Martín viajó a Buenos Aires, a pasar el fin de semana con una amiga.

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martes, 19 de octubre de 2021

UN DÍA, OTRO DÍA

 

 

Una escalera caracol que conduce a un amanecer en Malgrat. El aroma del café. Martín está en la cocina, preparando el desayuno mientras yo me levanto. Tres pastillas rosadas. Un viento de primavera entra por la ventana abierta, sacude las cortinas y entrevera los papeles del escritorio, páginas y páginas repletas de letras desordenadas. El avance de los ácaros que habitan en el polvo doméstico, el nervio ciático que no me deja caminar, ni sentarme ni acostarme, las cosas que se escapan de los cajones y se desparraman por toda la casa, la puerta del lavadero que ni cierra ni abre. La lista de las compras, una cucharadita de bicarbonato de sodio en medio vaso de agua, el pago interminable de las facturas del mes.

Con el almuerzo, cinco pastillas blancas para pacientes con metástasis en progresión.

Después, una caminata por el parque, el sol de la tardecita en el balcón, la gata que se despereza, las campanadas de las siete, un tazón de chocolate y un pedazo de pastafrola. El informativo de la noche en pantuflas, las hileras de autos que se desplazan por el bulevar llevando a la gente de regreso a casa, una ronda de mensajes entre viejos amigos, cuatro pastillas rosadas. Una ducha caliente, crema hidratante en las mejillas, un camisón abrigado, los lentes para ver de cerca y una novela.

 

miércoles, 7 de julio de 2021

Una ligera nostalgia

           La cicatriz bordada en mi piel, una trenza de hilo nacarado en el cuadrante superior derecho, células que un buen día se desconectan del resto y comienzan a multiplicarse sin ton ni son. La muerte lenta del cáncer o la muerte más lenta de los tratamientos contra el cáncer o la muerte aún más lenta que traen los años. Un tiempo flotante, espectros que van y vienen, el recuerdo apacible de tardes que tal vez no sucedieron. Imágenes aisladas que se van deshilachando. Los ravioles caseros de la tía Hortensia, la mermelada de arándanos de la abuela Irma, las berenjenas a la parmesana de los jueves de invierno. El taco de mis sandalias contra el piso de porcelanato brillante, los espacios en blanco de una agenda, encuentros y desencuentros que se rigen por el factor incertidumbre, copas con restos de vino blanco y burbujas en el aire. La cotización del dólar interbancario, una silla ergonómica tapizada de azul y un escritorio propio. Una ráfaga de viento que me da vuelta el paraguas -un paraguas chino que compré a un precio irrisorio en un puesto callejero- y me deja desamparada bajo la lluvia torrencial en una esquina de la Ciudad Vieja, la señora Pérez quejándose de la humedad y de la ingratitud de los hijos mientras plancha el vestido que voy a usar esa noche, una sala de conferencias, las múltiples caras de la misma moneda, un incierto signo de interrogación. Años y años a contraluz. Pasos en el corredor, un reloj que marca las tres menos cuarto, el catéter en el dorso de mi mano izquierda, una ligera nostalgia y rústico el olor del eucaliptus…

sábado, 22 de agosto de 2020

NOMBRES QUE OLVIDAMOS

 

                                                                      

 

                   Un terreno baldío sobre la calle Senaqué, finísimos cortes en los antebrazos de Juliana, el inhalador para el asma, el pelo lacio de Clara sobre las rodillas de Maxi. Ni miedo, ni ansiedad, ni deseos. Un domingo de invierno, un dios que nunca existió, los padres de Alan, que se fueron a Brasil y no regresaron, una medallita con la fecha de una maratón, manchas doradas en los ojos de Rodrigo. Una figura solitaria que avanza con paso inseguro, un moretón, una voz que se apaga en la mitad de una frase, la pelota azul y blanca que dejaron los reyes magos, un rectángulo de tierra en algún lugar, parientes lejanos que ni siquiera vinieron. Un mundo liviano, transparente. Calles que no conducen a ninguna parte, los pies descalzos de Federico, un motor que acelera, un diminuto lunar junto al párpado izquierdo, alguien que vuelve a su casa poco antes de la madrugada, con una sensación térmica de siete grados y un pronóstico de frío polar para los próximos días.

                  

lunes, 16 de marzo de 2020

TRIZAS


Publicado en Cuadernos de Marcha,  enero de 1997.

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             Mi voz resuena con claridad en esta habitación de techos altos. La abuela es un poco sorda y la comunicación con ella es difícil.
                -Afuera está refrescando. Parece que el tiempo se va a arreglar- digo, por decir algo.
                Reclinada en su mecedora, la abuela me recuerda que la luna de setiembre se hizo con agua. Seguirá la lluvia, entonces.
                A la abuela siempre hay que decirle cómo está el tiempo en la calle, si hace frío, si está soleado, si llueve. Nos quedamos calladas durante unos minutos. Luego me pregunta por mis cosas, le contesto que bien. Siempre muy ocupada, aclaro enseguida. Esta frase la repito cada vez que vengo, en un intento pueril de excusar mis largos meses de ausencia.
                Una de mis tías me ofrece un café. Un poco liviano para mi gusto.
                La abuela, en un último intento de entablar una conversación, me pregunta por Violeta. Mi madre.
                Mi voz clara se vuelve tensa al vocalizar cada palabra de una respuesta convencional. Después de todo, la abuela no tiene la culpa. Miro el reloj, mientras ella parece renunciar al diálogo refugiándose en su sordera. Me siento más cómoda, ya que en silencio siempre nos entendemos mejor.
                Respiro hondo, me reclino en el asiento y -cautamente- dejo vagar mi mirada por la habitación.
                Por la escalera, que ahora me parece angosta y oscura, mis primos y yo subíamos hasta el cuarto de tía Tula. Por el árbol que da a su ventana nos deslizábamos hacia el jardín y Ofelia, que nos había visto subir, se extrañaba al vernos regresar por la puerta del fondo. Esa extrañeza, plasmada en una leve inclinación de su frente, era una de nuestras diversiones favoritas en aquellas largas tardes inmóviles.
                Me saco las gafas para frotarlas meticulosamente con la punta de mi blusón. La casa de la abuela está siempre igual. Aquí el tiempo deja de ser tiempo para cristalizar en imágenes resecas, como aquellos pétalos que guardábamos entre las páginas de un libro sólo para encontrarlos, años después, convertidos en un papel crujiente que se deshacía al contacto con el aire.
                Siete y media. La abuela me ofrece un bombón, señal de que está satisfecha con mi visita -y tal vez un poquito fatigada por mi presencia-. Me acompaña hasta la puerta donde nos damos varios besos en cada mejilla, vieja costumbre nuestra. Antes de salir me llega un suave reproche, tal vez una súplica.
                -A ver si mis nietas me visitan más a menudo.
                Le estrecho las manos y me voy.
                La casa, altísima, se proyecta muy blanca contra el cielo de un azul profundo, casi negro. Desde la esquina vuelvo a mirarla fugazmente y me pregunto, una vez más, a qué carajo vine.